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Madre (16)

La Casa Vacía

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Cecilia respiró hondo dos tres y cuatro veces mientras la adrenalina estallaba en sus venas. Cogió impulso a la carrera para saltar el maldito agujero. Debajo de este solo se veía oscuridad, telarañas y suciedad. La parentela se estiró todo lo que pudo para alcanzar el otro lado viendo cómo por poco caía al otro lado sobre las tablas de madera pero por desgracia estas crujieron y se rompieron debajo de ella. La parentela dio un chillido y trato de agarrarse al borde antes de caer a la oscuridad y darse contra los sacos y el heno que había puesto debajo. El impacto fue duro y  se quedó sin respiración por el golpe mientras todos sus músculos y huesos se quejaban de dolor. Sintió ganas de llorar pero la parentela se contuvo. Había sufrido palizas peores y conocía perfectamente la sensación cuando un hueso se rompía y esta vez no había sido así. Por un golpe así no merecía la pena derramar lágrimas. Además los hijos de la camada no lloraban y ahora ella era camada. No pensaba avergonzar a su familia y así misma haciéndolo. Se levantó y se sacudió el polvo de encima  dirigiéndose de nuevo a la cuerda que pendía del piso superior. Tenía las manos ya peladas de escalar por la cuerda y había manchas secas de su sangre en ella pero no le importo. Respiró hondo y volvió a hacerlo.

  

Arriba el agujero era ahora más grande que antes, volvió a intentarlo, volvió a coger carrerilla para tratar de saltar aquel obstáculo imposible solo para volver a caer una vez más. Y dos...y tres….el cansancio de sus músculos reclamaba que parase. Que lo dejase para la próxima vez. Que se rindiese.

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Un Club Selecto

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El paquete había llegado temprano. No había una carta propiamente dicha, aunque habría sido innecesaria, en cualquier caso. Tan sólo un colgante de cuero trenzado, cuyo adorno consistía en un pequeño óvalo de cristal. En su interior, un simple cabello. Junto con el amuleto, una tarjeta publicitaria, de un local de Cáceres. Parecía algún tipo de club de caballeros, o algo similar. El logo mostraba una pipa de fumar, y unas volutas de humo ascendiendo. No había mucho más. Un club de fumadores, alguna vez lo había visto, estaba seguro, al pasar en el coche con los cristales tintados, de camino a algún otro lugar. Junto con ambos objetos, un aroma que hacía totalmente superfluo hacer cábalas sobre el remitente. Ella quería verle.

 

Tras analizar con cuidado y calma el colgante, y asegurándose de que aquello era lo que creía, no pudo evitar silbar por lo bajo para sí mismo. El poder y el renombre necesarios para disponer de fetiches así, era perturbador. La Piel de Mono, lo llamaban. Al colocarlo alrededor del cuello, nadie percibiría, ni siquiera a un nivel inconsciente, la Rabia que se agitaba en el interior del Garou que lo portase. Vitaly sentía escalofríos al pensar en el chiminaje que habría sido necesario para crearlo.

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Lo que el Odio me Obliga Hacer

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Duggan miraba decaído el anillo de su mano, ese anillo que le había regalado a Marcela. Lo miró con odio, odio a sí mismo, por la despreciable persona que era.

 

Había hecho daño a la persona que más quería. Alzó la vista y contempló la luna. Esa luna brillante, que guiaba su mirada a la oscuridad.

 

Echó a correr, no podía aguantarse. Corrió hasta cansarse, gritando, llorando, odiándose a sí mismo, hasta llegar a su casa. Abrió la puerta y entró. Todo estaba en calma, perfectamente colocado. Pasó al salón y allí, para recordarle su desgracia, la chaqueta que se dejó ella la vez anterior. Esa preciosa chaqueta, que le daba ese porte elegante que tanto le gustaba.

 

Empezó a llenarse de rabia. Todos habían perdido mucho, pero a él le dolía aún. Las lágrimas afloraban de sus ojos y cuando fue a limpiarlas, notó el dolor en su rostro. No solo el llanto, sino la marca del castigo de Vitaly. Se fue al espejo del baño y vio su cara surcada por esa brecha amoratada que tanto le dolía.

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La Hora del Lobo

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Era ya tarde. Todos los turnos en las oficinas habían terminado. Un pequeño y flaco oficinista se dirige hacia el despacho de su jefe.

- Buenos días, señor Durán. ¿Me hizo llamar?

 

El enjuto hombre entró en el lujoso despacho de su jefe. Decenas de títulos adornaban las paredes y ante él, en una mesa de la más fina caoba, estaba sentado un hombre rubio y de profundos ojos azules. El subordinado se sintió inquieto ante su mirada.

- Sí, Nicolás. Adelante.

 

Aunque el tono del empresario parecía tranquilo, el hombre se estremeció. Se sentía perseguido, acorralado por el siempre tranquilo y serio Mateo, su jefe.

- ¿Qu… qué ocurre, jefe? – no pudo evitar tartamudear - ¿ha ocurrido algo que afecte a la contabilidad? Me pondré de inmediato a lo que sea. 

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Memorias de un Hombre Lobo Adolescente

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Paró el coche en el mirador de la Montaña, admirando las luces de su ciudad. Su tocayo Anselmo atronaba en los altavoces, pero extrañamente eso le daba paz. Desde su Primer Cambio, las cosas se habían complicado un poco. La Rabia le bullía por la piel, a él, que siempre había sido un tipo tranquilo poco dado a la violencia. Ahora sólo sentía las ganas de morder a alguien, de correr libre, de ganarse el respeto de los otros Garou.

 

Inspirando hondo, salió al aire de la noche. Sentado en el capó de su coche, encendió un cigarrillo y rememoró todo. El fin de semana había sido intenso.

 

Su llegada al orfanato, casi veinte años después de abandonarlo. Su miedo por su hermana, desaparecida sin decir nada. Su paranoia por si algún humano descubría el secreto de los hombres lobo…

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Hugo del Bierzo

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Los pasos resuenan rápidos pero firmes por los laberínticos y resplandecientes pasillos de la clínica barcelonesa. Casi inconscientemente el personal sanitario se aparta del propietario de dichos pasos, ya que algo en su interior les dice que es una buena idea.

 

Marco llega a uno de los mostradores de la zona de maternidad y lanza una afilada pregunta a la enfermera que se encuentra tras el mostrador. Sin ni siquiera dar las gracias el Ragabash se encamina hacia el número de habitación obtenido, la 202, que irónico. Mueve la mano lentamente hacia el picaporte e inspira fuerte para sosegarse antes de entrar en la habitación. Los últimos días en Cáceres le han tocado un poco los nervios, pero no es nada que él no pueda solucionar, aunque mucho teme que le sea imposible ocultarlo ante ella.

 

La puerta se abre y como él temía, ella está ahí, Mihaela de Dalça, Athro de Los Señores de la Sombra y peor aún, su madre. Le contempla con gesto severo desde sus ojos azul hielo. Un gesto de ella es todo cuanto él necesita para saber que además de estar enfadada, está molesta por su tardanza. Y es que llegar tarde el día que nace tu primer hijo, no debería tener excusa alguna. Otro gesto de ella alerta a Marco de que más le vale no empezar a hablar para excusarse o será peor.

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El camino a Hel

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Dos tambores retumban en la noche, acompasados, parece que el fuego de las antorchas bailara al son del cuero vibrante.

 

Las columnas romanas del Templo de la Cilla enmarcan la escena, en contraste con un improvisado barco vikingo de menos de 3 metros de eslora que espera en la orilla del lago de Valdecañas. Justo donde unos meses atrás Garra-Sangrienta había podido descansar por última vez, a la sombra de los olivos que ofrecían cobijo al frío y a la lluvia. Aquel día olía a tierra mojada, café y miedo. Hoy la noche está impregnada de otros aromas: alcohol, aceite de quemar y madera recién barnizada. Y el Ahroun yace a los pies del Pórtico de Augustobriga, esta vez para siempre.

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Mi Dulce Lobita

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Mi dulce lobita, hoy he soñado contigo.

 

Esta noche la culpa y el dolor me han dado un descanso, y Morfeo me ha regalado una visión de ti, tal y como te imaginaba cuando me dormía las últimas noches acariciándome el vientre, en el que crecías.

 

Estábamos en el claro de un bosque en Irlanda. Lo sé porque la tierra allí es de un verde especial, casi mágico. Tú gateabas hacia mí, entre la hierba y los tréboles, y yo te cogía y te mecía en mis brazos. Te contaba historias de la tierra en la que estábamos y sobre nuestros ancestros, pero también te contaba historias sobre nuestra familia, cómo era Sergio, tu padre, lo valiente que era tu tío Hugo, lo mucho que aprendí de tu primo Phillip, lo maravillosa que es la tribu Fianna, a la cual perteneces desde que fuiste concebida. Te contaba además por qué te puse por nombre Cassandra, y quién fue la orgullosa guerrera que portó ese nombre antes que tú. Te hablaba del clan de Málaga, pero también de la aguerrida Camada de Fenris, de lo extendidos y necesarios que son los hijos de Rata, de lo curiosos que me parecen los Moradores del Cristal y de lo poco que hay que fiarse de los Señores de las Sombras, pese a lo gracioso que me parezca el acento de Marco.

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Madre no hay más que una

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Lorelei no es del todo consciente del peligro que va tras ellos. Pero ella tiene sueños. Quiere viajar, no estar bajo el yugo de sus padres. Quiere poder tomar sus propias decisiones, desentenderse de ese mundo que protege el velo. No quiere ver más muertes, no quiere llorar más pérdidas. Quiere ser libre.

 

Pero nada es fácil. Menos para ella y su familia. Su madre siempre busca su protección, llenar su cabeza de conocimiento para lo que pueda ocurrir. Lorelei aturdida de Umbra y todas las cosas que le cuenta su madre, está hastiada de tener siempre que contentar a todo el mundo. Y luego está Luther, el novio de su madre. Nunca será su padre ni lo aceptará como tal. Está cansada de sus órdenes y de sus intentos de pisotear sus sueños bajo la excusa “hacemos lo mejor para ti”.

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Streamers de Cáceres

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