No eran pocos los que observaban detenidamente al último guerrero que había llegado al Gran Salón del Padre de Todos. A pesar de ser un Skaldo de gran habilidad, como bien insistían varios ancestros, apenas hablaba ni interactuaba con el resto; su actitud taciturna, aquella mirada oscilante entre la melancolía y la ira y las respuestas hoscas y tajantes a cualquiera que interactuara con él, lo marcaban como alguien extraño. Incluso en la batalla, luchaba con una terrible rabia que iba más allá de la propia de los Garou; no había orgullo ni gloria en su postura o en sus movimientos, a pesar de ser capaz de equipararse en la pelea a los Fostern, solo una fría y triste ira, deseosa de salir en busca de sangre que derramar y enemigos que vencer. Hacía semanas que había llegado y muchos eran los que hablaban de él, incluso el propio Odin le observaba con poco disimulo.
La música que perforaba sus tímpanos se interrumpió bruscamente, la batería del móvil estaba gastada. El ruido de la terminal de autobuses de Cáceres llegó a sus oídos devolviéndola a la realidad. Cecil abrió los ojos y su estómago se contrajo por las náuseas. Aún faltaba media hora para que el bus la llevase lejos. Otro lugar donde continuar con la guerra.
El lobo solitario muere joven.
Ojala.
[Cáceres, una noche cualquiera, un mes antes de los eventos del orfanato]
- Gracias por estar ahí, Ekaterina. Significa mucho para mi. ¿Quieres quedarte a dormir?- la última pregunta la hizo con la voz de un niño pequeño que ni siquiera está seguro de lo que está pidiendo.
[Cáceres, una noche cualquiera, un mes antes de los eventos del orfanato]
La joven Patricia corría por las calles. DD llevaba unos días raros, pero esta noche parecía que se le había ido de las manos. Por alguna razón el theurge se había puesto a gritar hasta rasgarse la garganta, y lo único cabal que acertó DD a decir fue que buscase a Ekaterina.
Las palabras no salían de su atenazada garganta. Estaban ahí, sabía que quería decirlas, pero no podía. No tenía fuerzas para soltarlas. Una vez las pronunciara, ya serían realidad. Y era una realidad que no quería aceptar.
En su mano izquierda sostenía el hacha de Voz de Garm, recordando lo que le dijo sobre ella «tú eres de campo, ¿no? Pues sabrás usar un hacha». En su mano el arma pesaba. Mucho más por lo que implicaba que porque realmente pesara demasiado. Sostenerla le hacía rememorar la imponente presencia del militar, su risa atronadora y esa mirada que era pura camaradería.
Bajo la fría bruma matutina en la tierra creía un manto de pequeñas hierbas, cubiertas por gotas de agua tan pequeñas que reflejaban la luz naciente como si de un pequeño lago se tratase. Esa luminosidad reflejada permitía ver la silueta de tres grandes peñas de roca, en cuya superficie crecían líquenes verdes y blancos, formando un complejo y abstracto mapa.
Entre las rocas había un pequeño claro, no más grande que la cama de un niño pequeño, y junto a una de las peñas y delimitado por unas pocas rocas había una hoguera apagada, la ceniza aglutinada en terrones por la humedad.
Ekaterina se duerme en la tienda como de costumbre, sus ojos muestran pena, ella acaricia a los cachorros de Abrelatas, no puede verlos, pero siente que los cachorros esperan ansiosos la llegada de su padre. Entre sollozos, ella cae rendida entre las pieles de su cama.
El sueño se hace difícil pero por fin llega la ansiada paz y concilia la calma.
Mihai meditaba frente al espejo. El ritual no estaba funcionando. Daba igual lo que hiciese.
La Rabia seguía reptando por su garganta.
Sabía que había perdido a su amiga. Sabía que había perdido a Destiny la única persona a la que quizás podría llamar pariente. Incluso Aliento del Cazador, que genuinamente quería estar a su lado. Y sabía que esto se extendería.
Huellas de Plata sujeta la cabeza de la parentela dentro del agua, el agua parece estar en ebullición debido a los intentos de la chica por coger aire, sus manos arañan y agarran la muñeca del Garou, sus piernas patalean golpeando el barril.
Sara va vestida entera de negro, tiene en la boca uno de los chupa chups que le ha dado Patri para que su noche sea más dulce. Ay Patri, mi niña, ojalá todo fuera tan fácil. Se quita con cuidado el abrigo que le llega por las rodillas, se pone unos guantes y monta el rifle francotirador. Se lo coloca en un hombro con extremo cuidado y echa un vistazo por la mira. Ahí está Abrelatas. Solo ver cómo vive o que gente como Ekaterina le tratan con cariño le dan ganas de vomitar. Sabe que no la ve, ha elegido esta hora en concreto porque suele estar tan drogado que no sentiría ni una estampida de elefantes.
Cierra un ojo para concentrarse. Las manos no tiemblan. La mente fría y calculadora. El dedo aprieta el gatillo… y no produce ruido, ni bala, ni nada. Baja los hombros, el arma y su humor que había mejorado vuelve a su estado habitual. Sabe que un tiro no matará a ese monstruo y la muerte solo dará descanso a quien quiere que sufra. Desde hace días fantasea con acabar con el rey de su sufrimiento. Patri… ¿Cómo pudo hacerte eso? ¿Cómo pudo intentar arrebatarte la poca inocencia que te queda? Sara ha luchado tantos años para mantener a su hermana lejos del peligro que una lágrima resbala por su mejilla fría.
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