Siempre había tenido problemas de ira. Pero no a este nivel. Jamás a este nivel. Nada equiparable a la Rabia. Cuando era pequeña, los niños siempre habían sentido que era rara. Nunca tuvo amigos como tal. Y los que alguna vez hicieron el amago de acercarse a ella, era para robarle sus fotografías de aves y anfibios. Romperle su cámara, sus bocetos y anotaciones. Y por supuesto, todas esas veces hubo narices rotas, labios partidos. Incluso mechones arrancados. En ocasiones, hasta mordiscos.
Su abuelo, cuando ella regresaba del colegio, le curaba los rasguños sin decir ni una palabra. Ella le explicaba, airada, sus desplantes e insultos. Sus ataques. "¿Quién ha quedado peor?" le preguntaba casi siempre el hombre, ya algo mayor. "Ellos, Yayo". respondía casi siempre, extrañada. Y él, le dedicaba una sonrisa de medio lado. Para él, eso era suficiente.
Sin embargo, el recuerdo de su abuelo ahora no era de un señor de unos sesenta y pocos años, con el pelo ya casi blanco, y unos ojos azules tan astutos como los de un zorro. Arrugado y tostado por el tiempo que pasaba al sol y a la intemperie.
Ahora, era el recuerdo de la indefensión el que venía a su memoria. Del abandono. Del lamento. Raquítico, en los huesos, enfermizo. ¿Cómo se había dejado arrastrar hasta allí? ¿Cómo se había dejado consumir de aquella manera? Su abuelo, La Vieja Encina, jamás se habría dejado encarcelar. El pertenecía al campo, a los cielos abiertos. A sus gallinas, a sus cabras. A las canciones, a sus cuentos. ¿Cómo había dejado que su madre le tirara a aquel geriátrico como a un juguete roto que se tira al contenedor? Ahora, el recuerdo era el de una pesadilla. La cabeza de su abuelo partiéndose en dos al abrir la boca, separándose del maxilar inferior, cayendo como una manzana madura de un árbol. El sonido seco al impactar contra el suelo, y sus ojos azules sin vida, devolviéndole la mirada.
El llanto estaba clavado en su garganta, negándose a salir, hasta el punto de doler. La escena se repetía en su retina una y otra vez, grabada a fuego. Para siempre. Y ella no había podido hacer nada. Sólo mirar.
El cabello del cuello y de los brazos comenzó a erizarse otra vez. La Rabia fluctuó en su interior, haciendo que le castañearan los dientes. Quería llorar, vencerse a ella, dejarse llevar. Estaba cansada, y sabía que igualmente no podría dormir sin tener pesadillas esa noche. Y el cansancio, hacía mella en su férreo control de la Rabia.
La voz de Huellas de Plata, paciente, conciliadora, le trajo de vuelta a la calma, recordando su entrenamiento. Canción Nueva entonando una tercera, comenzó a cantar una suave melodía. Destiny y Fabián hablándole desde algunas celdas un poco más allá. Destiny leyéndole el futuro a uno que se encontraba en otra celda que estaba entre la de la Parentela y los Garou. Quejándose a Fabián de que ya no le quedaba "Güisco". Y Fabián, extrañado, preguntaba a la gitana cómo narices no le habían requisado la petaca. "Mihai es bueno. Te lo dije".
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Aguantó despierta día y noche, sin dormir. En cuanto les dejaron marchar, Diana aprovechó la menor oportunidad en la que no había humanos cerca para correr hacia el campo en forma Lupus como alma que lleva el diablo. No prestó atención a las voces que la llamaban, los gritos. No aguantaba más. Necesitaba estar sola, sin sentir la constante presión de tener que ser la mejor. De erradicar toda debilidad. De ser la más fuerte, la más resistente, cuando solo quería volver a ver a su abuelo.
Pero por mucho que corriera, por mucho que cazara a Selene, a Madre o al mismísimo Wyrm. Por mucho que viajara y recorriera el mundo, no iba a encontrar su rastro. Su olor. Se había ido. Y eso, hacía que cada respiración doliera. Buscó el hogar, pero se distanció de el Salugral, antes de empezar a ver rojo. Fue hacia el monte, tratando de dar con alguna presa. La que fuera.
Pero los animales podían sentirla minutos antes de que ella llegara. Antes de que aquella furia envuelta en llamas les alcanzara. No había pájaros, ni reptiles, ni pequeños mamíferos.
Corrió durante horas, como en sus sueños, hasta que el cansancio hizo mella en ella. Quiso el destino que justo se detuviera frente a una Encina. Casi como si Gaia se estuviera riendo de ella, como si quisiera recordarle, nuevamente, que su abuelo se había ido para no volver.
Con un grito de rabia, de dolor, lanzó un puñetazo al tronco del árbol, esperando que el dolor al menos la partiera lo suficiente en dos como para poder romper a llorar. Poder deshacer el nudo de su garganta, al fin.
No fue así.
Asestó otro golpe. Y otro.
"¡POR FIN GAIA NOS HA BENDECIDO CON UN MODI!’’
"¡ERES UN MODI, CAMADA DE FENRIS! DEBES CAMINAR EN LA RABIA! Aprenderás a controlarte. PERO NO DEBES DEJAR QUE TE TOMEN POR EL PITO DEL SERENO. Enfádate. Gruñe. LUCHA.’’
"Eres una Garou fuerte. Tienes instinto y potencial. Te falta entrenamiento. Algún día serás de los Camada más fuerte que ha existido".
"No vas a ser una guerrera. Vas a ser un soldado. Y vas a ser la mejor Camada que Gaia nos ha dado.’’
Y otro. Y otro.
A su mente, vino su madre. Inés Magallanes. Amenazándola y advirtiéndole. "No habrá una próxima vez. Nos iremos de aquí. ¿Me has entendido? No te aceptarán en más colegios como sigas así". Lo que su querida madre no podía esperarse era que la niña, ahora adolescente, al mudarse a Madrid, fuera ella ahora la que empezara las peleas para mantener las distancias con sus compañeros de clase. Prefería la soledad a que le hicieran daño. El rencor en aquella casa era palpable. Día a día. Noche tras noche.
Y otro. Y otro.
Volvió en sí ya al atardecer. Sus nudillos, incluso algunos de sus dedos, sangraban copiosamente. Temblaban por el dolor, la tensión. Había perdido la cuenta de cuantos puñetazos le había asestado a la Encina, que ya cargaba con una gran cicatriz en su tronco.
Al girarse para comenzar el descenso del monte, un olivo a unos metros más allá pareció mecerse con el viento. El árbol estaba retorcido, inclinado hacia delante. Recordó a la anciana, a Ojo de Selene, y su voz cansada, rasgada, pero tranquilizadora. "Anda, niña, cuéntale a esta anciana que es lo que te sucede. Seguro que no es tan grave".
Desmoronándose a los pies del olivo, pegando su frente a su tronco, y agarrándose a sus ramas, las lágrimas comenzaron a brotar, por fin. Lloró lágrimas amargas, vaciando su pecho y su garganta hasta que no pudo más. Hasta que casi no hubo Rabia, recordando la paz que aquella mujer le había transmitido, que le permitió bailar y andar entre el Pueblo como si su Rabia casi no hubiera existido. Lloró hasta que sus ojos se secaron, y su voz se quebró.
Realizado por: Angy